El feminismo es un movimiento que promueve la igualdad entre varones y mujeres; es un movimiento que exige iguales derechos, deberes y oportunidades entre todas las personas sin importar su sexo. Es decir, que por el contrario de lo que mucha gente suele pensar, el feminismo no es lo mismo que el machismo pero al revés. O lo que es lo mismo: los y las feministas (porque también existimos varones feministas), no promovemos la superioridad de las mujeres frente a los hombres, no queremos exterminar a todos los hombres (así que no, no tengo intención de abrirme la cabeza a golpes contra la pared), ni pensamos que las mujeres valen más que los varones. A eso se le llamaría hembrismo.
Antes de entrar en la Facultad de Educación - Formación del Profesorado a estudiar Pedagogía, pensaba que el ser humano era pura genética. Opinaba que todo cuanto somos, pensamos, decimos, sentimos y hacemos, venía determinado por los genes, de tal modo que si las mujeres de nuestra cultura son estadísticamente más propensas a mostrar sus sentimientos que los varones, no lo atribuía a un factor sociocultural, sino a un factor biológico. De hecho, en este sentido era tan estricto, que pensaba que la bondad y la maldad se heredaban, cuando lo bueno y lo malo en sí mismos no existen, sino que son ideas propias de la especie humana.
Pero poco a poco me fui dando cuenta de que yo no era un chico como otros muchos; y sobre todo, que ningún chico es como el resto de chicos. Unos nos parecemos más, otros nos parecemos menos... pero el caso es que, igual que ocurre en otras tantas muchas personas, yo tenía ciertos gustos, ciertas capacidades y ciertos comportamientos que, curiosamente, resultaban estar asociadas al sexo femenino. O lo que es lo mismo: que fuera de todo estereotipo, resultaba que yo era y soy una mezcla de lo que socialmente se entiende por varón y por mujer.
Es decir, que por un lado soy directo, frío y racional; me apasionan el kárate y el ajedrez; odio la danza e ir de compras; soy más bien solitario y detesto las aglomeraciones; soy competitivo; adoro las ciencias, las religiones y la mitología, la filosofía y la historia; pero por otro lado, a su vez, en algunas circunstancias no soy tan directo; soy muy cariñoso con la gente con la que tengo mucha confianza; me gustan la naturaleza, la pintura y las historias de amor; tengo muy mala orientación espacial; recuerdo mejor que mi novia las fechas y los sucesos; se me dan fatal las matemáticas mientras que las letras son pan comido para mí; y me adoro a los niños y las niñas.
Así pues, empecé a hacerme una pregunta: si todo era genético, ¿cómo era posible que yo y otras tantas personas más nos saliésemos de las normas estereotipadas? Sólo me cabía una respuesta: debía de ser más bien la educación, y no tanto la genética, quien nos formase.
Y por lo tanto, las desigualdades políticas, sociales y económicas entre chicos y chicas, no podían ser un hecho irremediable de una perversa herencia genética, sino de un sistema cultural que nos conducía hacia ellas.
Así fue cómo gracias a todos los conocimientos que adquirí al empezar a estudiar Pedagogía, con las conversaciones con mi pareja y con la lectura de un espectacular blog que ella me enseñó, llamado Basta de sexismo, comencé a ver que la igualdad entre varones y mujeres aún no se ha logrado, y empecé a profundizar, mediante lecturas y debates, en conocimientos de feminismo, teoría de género y coeducación, y me hice feminista.
Aunque bueno, más que feminista a secas, soy anarco-feminista, pero eso es otro tema.
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